Por John Bellamy Foster
04/01/2018
¡Al diablo con esta vida ociosa! Quiero trabajar.
William Shakespeare, Enrique IV, Parte I, Acto II, Escena IV.
La
naturaleza y el sentido del trabajo, en lo que respecta a una sociedad
futura, ha dividido profundamente a los pensadores ecologistas,
socialistas, utópicos y románticos desde la Revolución Industrial.[1]
Algunos teóricos radicales han considerado que una sociedad más justa
simplemente requiere la racionalización de las actuales relaciones
laborales, junto con un incremento del tiempo de ocio y una distribución
más equitativa de los frutos del trabajo. Otros han defendido la
necesidad de trascender todo el sistema de trabajo alienado, haciendo
del desarrollo de relaciones laborales creativas el elemento central de
una nueva sociedad revolucionaria. En lo que parece ser un esfuerzo por
eludir este viejo conflicto, los discursos actuales sobre desarrollo
sostenible, aunque no niegan la necesidad del trabajo, a menudo lo
llevan a un segundo plano, haciendo hincapié en las ventajas que
supondría el aumento de las horas de ocio.[2]
Parece difícil poner en duda las bondades de este aumento del tiempo de
no-trabajo, y resulta además sencillo imaginar tal posibilidad en el
contexto de una sociedad sin crecimiento. La cuestión del trabajo, en
cambio, está cargada de dificultades intrínsecas, ya que afecta a las
raíces del sistema socioeconómico actual, desde la forma de dividir las
actividades productivas hasta las relaciones de clase. Sin embargo,
sigue siendo cierto que no es posible concebir de forma coherente un
futuro ecológicamente sostenible sin abordar el problema del homo faber,
es decir, el papel creativo, constructivo e históricamente determinado
que juega el ser humano en la transformación de la naturaleza: la
relación social con el mundo físico que distingue a la humanidad en
tanto que especie.
Dentro de la literatura utópica socialista de
finales del siglo XIX, es posible distinguir dos tendencias
fundamentales con respecto al futuro del trabajo, representadas por un
lado por Edward Bellamy, autor de Mirando atrás, y por el otro por William Morris, autor de Noticias de ninguna parte.
Bellamy, imaginando algo que hoy es familiar para nosotros, concibió el
avance de la mecanización, junto con una completa organización
tecnocrática del trabajo, como la base para un mayor tiempo de ocio,
considerado este como el bien supremo. En contraste, Morris, cuyo
análisis derivaba de Charles Fourier, John Ruskin y Karl Marx, enfatizó
la centralidad del trabajo útil y agradable, lo cual requeriría la
abolición de la división capitalista del trabajo. Hoy, la mayoría de
concepciones sobre una economía sostenible se parecen más a la visión
mecanicista de Bellamy que a la perspectiva más radical de Morris. Esta
idea de “liberación del trabajo” como fundamento del desarrollo
sostenible ha estado muy presente en los escritos de los primeros
ecosocialistas y de los teóricos del decrecimiento, como André Gorz o
Serge Latouche.[3]
Sostendré
aquí que la idea de la liberación casi total del trabajo, por su
unilateralidad e incompletud, es en última instancia incompatible con
una sociedad genuinamente sostenible. Después de examinar, en primer
lugar, la visión hegemónica del trabajo en la historia del pensamiento
occidental, que se remonta a los antiguos griegos, paso a considerar las
ideas sobre el asunto de Marx y Adam Smith, mostrando la oposición
entre ambas. Esto me lleva a la cuestión de cómo los pensadores
socialistas y utópicos han discrepado unos con otros en la cuestión del
trabajo, tema que abordaré centrándome en el contraste entre Bellamy y
Morris. Todo esto, me parece, apunta a la conclusión de que el verdadero
potencial de cualquier sociedad sostenible del futuro reside no tanto
en el aumento del tiempo libre, sino en la capacidad para generar un
nuevo mundo de trabajo creativo y colectivo, controlado por los
productores asociados.
La ideología hegemónica del trabajo y del ocio
El
relato que aparece hoy en todos los libros de texto de economía
neoclásica retrata el trabajo en términos puramente negativos, como
desutilidad o sacrificio. Los sociólogos y economistas suelen presentar
esto como un fenómeno transhistórico, que se extiende desde la Grecia
Clásica hasta el presente. Así, el teórico cultural italiano Adriano
Tilgher declaró en 1929, como es bien sabido: “Para los griegos el
trabajo era una maldición y nada más”, apoyando su afirmación con citas
de Sócrates, Platón, Jenofonte, Aristóteles, Cicerón y otras figuras,
que representan la perspectiva aristocrática sobre el asunto en la
Antigüedad.[4]
Con
el surgimiento del capitalismo, el trabajo fue visto como un mal
necesario que requería, para ser realizado, del uso de la coacción. En
1776, en los albores de la Revolución Industrial, La riqueza de las naciones
de Adam Smith definió el trabajo como un sacrificio, que requería “el
esfuerzo y la fatiga [...] de nuestro propio cuerpo”. El trabajador
“sacrificará siempre […] su tranquilidad, su libertad y su felicidad”.[5] Unos años antes, en 1770, apareció un tratado anónimo titulado An essay on trade and commerce,
escrito por una figura (que más tarde se asoció a J. Cunningham) a
quien Marx describió como “el representante más fanático de la burguesía
del siglo XVIII”. En opinión del autor, para romper el espíritu de
independencia y ociosidad de los trabajadores ingleses, deberían
establecerse “casas de trabajo”, para encarcelar en ellas a los pobres,
convirtiéndolas en “casas de terror, donde deberían trabajar catorce
horas al día, de tal manera que cuando se dedujera el tiempo de la
comida, quedaran doce horas completas de trabajo.” Thomas Robert Malthus
promovió puntos de vista similares en las décadas posteriores, lo que
condujo a la New Poor Law de 1834.[6]
La ideología económica neoclásica trata hoy la cuestión del trabajo (work) como un término medio entre el ocio y el tiempo de trabajo (labor).
Contradice así, al menos parcialmente, su propia definición más general
del trabajo como desutilidad, presentándolo más como una opción
financiera personal que como el resultado de la coerción.[7]
Sin embargo, sigue siendo cierto, como observó el economista alemán
Steffen Rätzel en 2009, que en el fondo el “trabajo”, en la teoría
neoclásica, “es visto como un mal necesario, cuya única utilidad es la de generar ingresos para el consumo” (cursivas añadidas por el autor).[8]
Esta
concepción del trabajo, cuya credibilidad deriva en gran medida de la
alienación que caracteriza a la sociedad capitalista, ha sido puesta en
duda una y otra vez por los pensadores radicales. Estos nos recuerdan
que los puntos de vista actualmente hegemónicos sobre esta cuestión no
son ni universales ni eternos, y que el trabajo no tiene por qué ser
considerado simplemente como desutilidad ―aunque las condiciones en las
que se desarrolla en la sociedad contemporánea tiendan a convertirlo en
una carga y en algo asociado, por lo tanto, a la coacción―.[9]
De
hecho, el mito de que los pensadores griegos antiguos eran todos
anti-trabajo, de tal forma que existiría una continuidad histórica desde
entonces hasta la ideología dominante actual, fue refutado por el
clasicista y filósofo de la ciencia marxista Benjamin Farrington en su
estudio de 1947, Mano y cerebro en la Grecia Antigua.
Farrington demostró que tales puntos de vista, aunque eran lo
suficientemente comunes entre las facciones aristocráticas representadas
por Sócrates, Platón y Aristóteles, resultaban contrarios a los de los
filósofos presocráticos, y estaban lejos de ser predominantes si se
tenía en cuenta el más amplio contexto histórico de la filosofía, la
ciencia y la medicina griegas, que hunden sus raíces en tradiciones de
conocimiento artesanal práctico. “La teoría central de los milesios”, el
origen de la filosofía griega ―escribió Farrington―, “se basaba en la
idea de que todo el universo funciona de la misma manera que las
pequeñas partes del mismo, que están bajo el control del hombre”. Así,
“toda técnica humana” desarrollada en el proceso de trabajo, como la de
cocineros, alfareros, herreros y agricultores, era evaluada no solo en
términos de sus fines prácticos, sino también por lo que tenía que decir
sobre la naturaleza de las cosas. En tiempos helenísticos, los
epicúreos, y más tarde Lucrecio, desarrollaron esta visión materialista,
explicando el reino de la naturaleza desde la experiencia proveniente
del trabajo artesanal. Todo esto es evidencia del enorme respeto que
desde Grecia se ha otorgado al trabajo, y al trabajo artesanal en
particular.[10]
Los
materialistas en la Antigüedad construyeron sus ideas desde un
conocimiento profundo del trabajo y desde el respeto por los avances que
este trajo al mundo, en claro contraste con los idealistas, quienes,
representando el desprecio aristocrático por el trabajo manual,
promovieron mitos celestiales e ideales anti-trabajo. Esta visión la
encontramos, por ejemplo, en una declaración atribuida a Sócrates por
Jenofonte: “los llamados oficios manuales están desacreditados y,
lógicamente, tienen muy mala fama en nuestras ciudades” (Económico, IV,
2). Nada podría estar más lejos de la cosmovisión de los materialistas
griegos, que vieron el trabajo como la encarnación de las relaciones
dialécticas entre la naturaleza y la sociedad.[11]
La
concepción individualista-posesiva del trabajo de Smith, que
representaba el punto de vista burgués, fue igualmente cuestionada por
los pensadores socialistas. Escribiendo en 1857-58, Marx afirmó:
«¡Trabajarás
con el sudor de tu frente! fue la maldición que Jehová lanzó a Adán. Y
esto es el trabajo para Smith, una maldición. La “tranquilidad” aparece
como el estado adecuado, como idéntico a “libertad” y “felicidad”. Smith
no parece tener en cuenta que el individuo, “en su estado normal de
salud, vigor, actividad, habilidad, destreza”, también necesita una
porción normal de trabajo y de suspensión de la tranquilidad. [...]
Tiene razón, por supuesto, en que en sus formas históricas de trabajo
esclavo, trabajo servil y trabajo asalariado, el trabajo se presenta
siempre como algo repulsivo, siempre como trabajo forzado, impuesto
desde el exterior; frente a lo cual el no-trabajo aparece como “libertad
y felicidad”. [...] [En tales formaciones sociales] el trabajo [...]
aún no ha creado las condiciones subjetivas y objetivas [...] en las que
el trabajo se convierte en trabajo atractivo, en la autorrealización
del individuo. [...] En fin, A. Smith solo tiene en mente a los esclavos
del capital».[12]
Marx
está explicando que la idea de Smith de la libertad como “no-trabajo”,
lejos de ser una verdad inmutable, es el producto de condiciones
históricas específicas, las del trabajo asalariado desarrollado en
condiciones de explotación. “El trabajo se convierte en trabajo
atractivo”, para Marx, solo en circunstancias de no alienación, cuando
ya no es una mercancía. Esto requiere formas nuevas y superiores de
producción social bajo el control de los productores asociados. Todo
esto tiene sus raíces, por supuesto, en la poderosa crítica del joven
Marx al trabajo alienado en sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844.[13]
Para Marx, los seres humanos son fundamentalmente seres corporales.
Disociar la humanidad de las relaciones materiales de los hombres,
separando radicalmente el trabajo intelectual del trabajo manual, es la
forma de perpetuar la alienación humana.[14]
El utopismo socialista: Bellamy y Morris
Si
bien era esperable que los socialistas rechazaran la visión hegemónica
de las relaciones de trabajo propias del capitalismo, la medida en que
esto se tradujo en concepciones de las relaciones de trabajo realmente
diferentes de las del status quo varió de forma significativa dentro de la misma literatura socialista. Veamos esto con cierto detalle. Mirando atrás, de Edward Bellamy, una obra de 1888 poco leída actualmente, fue el libro más popular de su época, solo superado por La cabaña del tío Tom y Ben-Hur,
vendiendo millones de ejemplares y siendo traducido a más de veinte
idiomas. Erich Fromm relata, por ejemplo, que en 1935 “tres destacadas
personalidades, Charles Beard, John Dewey y Edward Weeks”, consideraron
(por separado) que la novela de Bellamy era el segundo libro más
influyente del medio siglo anterior, solo superado por El Capital de Marx.[15]
La
novela utópica de Bellamy apareció en un período de rápida expansión
económica, industrialización y concentración de capital en los Estados
Unidos. El protagonista, Julian West, se despierta en Boston en el año
2000 para descubrir una sociedad completamente transformada, en un
sentido socialista.[16]
Las políticas implementadas para crear confianza en la Edad Dorada
habían llevado a la creación de una empresa monopolística gigante que,
al ser después nacionalizada, había situado la economía bajo el control
absoluto del Estado. El resultado es una sociedad altamente organizada e
igualitaria. Se requiere a todos los individuos que se unan al ejército
de trabajadores a los veintiún años, pasen tres años contribuyendo como
trabajadores comunes, y luego avancen a una ocupación cualificada, con
trabajo obligatorio hasta los cuarenta y cinco años. Después de esto,
cada ciudadano puede aspirar a convertirse en un hombre o una mujer de
ocio. En esta sociedad ideada por Bellamy, el trabajo se concibe todavía
como un sufrimiento, no como un placer, y el objetivo final es
trascenderlo.
William Morris, que era entonces el principal
impulsor de la Liga Socialista con sede en Londres, escribió una reseña
muy crítica del libro de Bellamy, centrándose en sus descripciones del
trabajo y del ocio. En 1890 publicó su propia novela utópica socialista,
Noticias de ninguna parte, que presentaba una visión del
trabajo muy diferente. Morris, en palabras de E. P. Thompson, “era un
utopista comunista, con toda la fuerza de la tradición romántica detrás
de él”.[17]
Las principales influencias en su comprensión del papel del trabajo en
la sociedad eran Fourier, Ruskin y Marx, quienes habían criticado,
aunque desde perspectivas políticas marcadamente distintas, la división
del trabajo y las relaciones de trabajo distorsionadas y alienantes bajo
el capitalismo. De Fourier, Morris tomó la idea de que el trabajo podía
estructurarse de manera que fuera placentero.[18]
De Ruskin adoptó la idea de que las artes decorativas y la arquitectura
de la Baja Edad Media reflejaban las condiciones en las que los
artesanos habían vivido y trabajado: en su opinión, estas circunstancias
les habían permitido canalizar, de forma libre, sus pensamientos
espontáneos, sus creencias y sus ideas estéticas en todo lo que
hicieron. Como escribió Thompson, “Ruskin [...] fue el primero en
señalar que el placer de los hombres por el trabajo que les da de comer
constituye el cimiento mismo de la sociedad, y en relacionar esto con
toda su crítica de las artes”.[19]
De Marx, Morris tomó la crítica histórico-materialista de la
explotación en el trabajo, que está en la raíz de la sociedad de clases
capitalista.
La síntesis resultante llevó a la famosa idea de
Morris de que “El arte es la expresión de la alegría del hombre en el
trabajo”. El trabajo creativo, argumentó, es esencial para los seres
humanos, que deben “estar haciendo algo o creer que están haciéndolo”.
Estudiando la conexión histórica entre el arte y el trabajo en la época
preindustrial, Morris sostuvo que “todos los hombres que han dejado
algún rastro de su existencia detrás de ellos han practicado el arte”.
Siempre hay un “placer sensible” concreto en el trabajo, en la medida en
que es arte, y lo mismo en el arte, en la medida en que es trabajo no
alienado; y este placer aumenta “en proporción a la libertad y la
individualidad del trabajo”. El objetivo principal de la sociedad
debería ser la maximización del placer en el trabajo, a fin de
satisfacer las necesidades humanas genuinas. Es “la falta de este placer
en el trabajo diario” bajo el capitalismo, observa Morris, “lo que ha
hecho de nuestras ciudades y viviendas insultos sórdidos y horribles a
la belleza de la Tierra, a la cual desfiguran, y lo que ha convertido a
todos los accesorios de la vida en algo miserable, trivial, feo”.[20]
Morris
criticó el desperdicio de trabajo dedicado a producir cantidades
inagotables de productos inútiles, como “alambre de púas, armas de 100
toneladas y paneles publicitarios que afean el paisaje a lo largo de las
vías ferroviarias, entre otras cosas”. También criticó las “mercancías
adulteradas”, que echan a perder vidas humanas y contaminan, además, el
entorno natural y social.[21]
Los
ejemplos de Morris estaban bien escogidos. “Alambre de púas” y “armas
de 100 toneladas” eran metonimias de la guerra imperial británica y la
producción de armas que esta acarreaba. (A día de hoy, los Estados
Unidos gastan más de un billón de dólares al año en gastos militares
reales, aunque la cifra oficial sea menor).[22]
La referencia a los “paneles publicitarios” aludía a todo el fenómeno,
más amplio, de la publicidad. (Hoy en día se gasta más de un billón de
dólares en publicidad en los Estados Unidos).[23]
Finalmente, con su referencia a las “mercancías adulteradas”, Morris
estaba señalando el problema de la adulteración de alimentos, pero
también el desarrollo de aditivos ―estrategias empleadas, ambas, para
reducir los costos y aumentar las ventas―, así como la producción de
diversos productos de mala calidad, caracterizados por lo que ahora se
llama obsolescencia programada. (Actualmente, la penetración de las
estrategias publicitarias en el diseño de la producción afecta a casi
todas las mercancías).[24]
Desde
el punto de vista de Morris, la producción de bienes que no contribuyen
a la reproducción social o que son dañinos es un desperdicio de trabajo
humano.[25]
Afirmó, por ejemplo: “piensen, les ruego, en la producción de
Inglaterra, el taller del mundo: ¿acaso no les produce desconcierto,
como a mí, pensar en la cantidad de cosas que ningún hombre en su sano
juicio podría desear, pero que con inútil esfuerzo nos dedicamos a
fabricar y vender?”[26]
Al
criticar tal tipo de producción, por su despilfarro, falta de valor
estético y alienación laboral, Morris no pretendía atacar la
mecanización de la producción como tal. Estaba señalando, más bien, la
necesidad de que la producción se organizase de tal forma que el ser
humano no se redujese a ser, como había dicho Marx, un “apéndice de una
máquina”. Como dijo el propio Morris, el trabajador resulta degradado en
la sociedad capitalista industrial, de forma que no es “ni tan siquiera
una máquina, sino una porción calculada de esa máquina grande y casi
milagrosa que es la fábrica”.[27]
En palabras similares a las empleadas por Marx al tratar la cuestión del trabajo alienado en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844,
Morris afirmó en su conferencia de 1888 “Art and its producers” que los
intereses vitales del obrero “están divorciados del objeto de su
trabajo”.
“El trabajo del proletario se
ha convertido en “empleo”, es decir, en la mera oportunidad de ganarse
la vida gracias a la voluntad de otra persona. Los intereses que guían
la producción de mercancías en este sistema se han alejado completamente
de los del obrero ordinario, y responden únicamente a los de los
organizadores de su trabajo; además, estos intereses tienen generalmente
poco que ver con la producción de mercancías, en tanto que cosas
destinadas a ser manejadas, observadas, usadas… se reducen, en cambio,
al intento de posicionarse bien en el gran juego del mercado mundial”.[28]
Para
Morris, la visión de Bellamy era “puramente moderna, ahistórica, poco
artística”. Representaba el ideal del “profesional de clase media” que,
en el utópico Boston de Mirando atrás, está al alcance de todos
después de unos años de trabajo ordinario. “La imagen que provoca
[Bellamy] es la de un gran ejército permanente, firmemente organizado,
obligado por un misterioso destino a producir mercancías de forma
ansiosa e incesante, y satisfacer así cualquier capricho, por
derrochador y absurdo que pueda ser”.
En agudo contraste, para
Morris “el ideal del futuro no apunta a la disminución de la energía del
hombre mediante la reducción del trabajo al mínimo, sino más bien a la
reducción del sufrimiento en el trabajo a un mínimo, tan pequeño que el
trabajo dejará de ser pesado”. En su visión, no hay ninguna barrera para
que el trabajo sea creativo y artístico, porque la producción no está
determinada por un concepto estrecho de productividad, orientado a las
ganancias capitalistas. La utopía de Bellamy, con su amortiguado
“semi-fatalismo económico”, se preocupaba “innecesariamente” por la
búsqueda de “algún incentivo para trabajar, que pudiese reemplazar el
miedo al hambre, que es actualmente el único, cuando en realidad el
verdadero incentivo al trabajo útil y feliz no puede ser otro que el
placer en el trabajo mismo”.[29]
Noticias de ninguna parte
transformó estas críticas de Morris a Bellamy en una visión utópica
alternativa. Un hombre llamado William ―a quien aquellos que va
conociendo llaman William Guest― se despierta de un sueño (aunque se
deja intencionalmente ambiguo si todavía está soñando) y aparece en
Londres a principios del siglo XXII, alrededor de un siglo y medio
después de un estallido revolucionario en la década de 1950, que condujo
a la creación de una sociedad comunal socialista.[30]
En la utopía de Morris, la tecnología se usa para reducir el trabajo
tedioso, pero no para restarle importancia al trabajo en general. La
producción está orientada a la satisfacción de necesidades genuinas y a
la creación artística. Existen nuevas formas de producción de energía,
menos destructivas, y la contaminación ha sido erradicada. Los
trabajadores habían permanecido atados, al principio, a la visión
mecanicista del trabajo, pero después del Gran Cambio, “bajo la
apariencia de placer que no se suponía que era trabajo, el trabajo que
era placer comenzó a desplazar al trabajo mecánico. [...] las máquinas
no podían producir obras de arte y [...] las obras de arte eran cada vez
más demandadas”. Se demostró que el arte y la ciencia eran
“inagotables”, al igual que las posibilidades de la creatividad humana a
través del trabajo significativo, desplazando así a la producción
capitalista anterior, que fabricaba “una gran cantidad de cosas
inútiles”.[31]
Actualmente,
a muchos les puede resultar extraña, sin duda, esta “crítica
artística”, pintoresca y moralizante, del capitalismo. Pensadores como
Luc Boltanski y Éve Chiapello ven la actual ausencia de críticas de este
tipo, representadas en el pasado por figuras tan diversas como Morris o
Charles Baudelaire, como una de las principales consecuencias de la
flexibilidad postfordista de finales del siglo XX. El “nuevo espíritu
del capitalismo”, argumentan, implica una integración generalizada de
las formas artísticas en la producción capitalista.
La debilidad
del análisis de Boltanski y Chiapello radica en que mezclan las
apariencias de superficie con los problemas estructurales. Caen presos
del fetichismo de las mercancías en sus formas más nuevas y de moda, sin
explicar adecuadamente hasta qué punto la “crítica artística” y la
“crítica social” están inextricablemente conectadas y en qué medida
existen, en ambas dimensiones, obstáculos infranqueables dentro del
sistema capitalista. Así las cosas, parece que tras la crisis del
capitalismo global de 2008-09, las críticas clásicas ―tanto sociales
como artísticas― de la alienación y la explotación, representadas por
Marx o Morris, son más necesarias que nunca.[32]
Un punto fuerte de la visión del trabajo de Morris en Noticias de ninguna parte
radica en la relativa igualdad de género existente en el centro de
trabajo. La figura del maestro artesano aparece una única vez en toda la
novela, en un capítulo titulado “Los disidentes obstinados”, y esa
posición es ocupada por una mujer, la señora Philippa, una talladora de
piedra y albañil. Aunque el capataz es hombre, es Philippa quien decide
cuándo y cómo se lleva a cabo el trabajo. Su hija también es talladora
de piedra, mientras que un joven sirve la comida. La división del
trabajo, en la sociedad ideada por Morris, ya no está estrictamente
relacionada con el género (aunque, al abordar esta cuestión, Morris
incorpora algunas contradicciones de forma intencional, representando un
mundo que todavía está en proceso de cambio).[33]
Al
igual que Marx, Morris acompañó su análisis sobre la posibilidad de un
trabajo creativo y no alienado con cuestiones ecológicas, viendo con
claridad que la degradación de las relaciones laborales humanas y la
degradación de la naturaleza están inseparablemente conectadas. Marx
llegó a comparar la propiedad de la tierra con la propiedad sobre los
seres humanos, afirmando que ambas son irracionales, pues conducen a la
explotación de unos hombres por otros y a la destrucción de la
naturaleza. Del mismo modo, para Morris, en la sociedad capitalista
―como dice Clara en Noticias de ninguna parte― la gente buscaba “hacer a la ‘naturaleza’ su esclava, ya que pensaban que la ‘naturaleza’ era algo que estaba fuera de ellos”.[34]
Morris argumentó, además, que la producción de carbón debería reducirse
a la mitad, por ser un trabajo que debilita a la humanidad y destruye
la salud de los seres humanos, pero también por la contaminación masiva
que genera. Una sociedad más racional sería aquella que realizase
recortes profundos en la producción de carbón, mientras profundiza en la
satisfacción de las necesidades humanas, abriendo nuevos espacios para
el progreso humano.[35]
La crítica de la división del trabajo
Marx
y Morris argumentaron que la repulsión hacia el trabajo en la sociedad
burguesa se debe a la organización alienante del trabajo, en una visión
que combinaba la crítica estética del capitalismo con la crítica
político-económica. Desde las primeras civilizaciones humanas, e incluso
antes, las divisiones del trabajo se establecieron entre el género
masculino y el femenino, entre la ciudad y el campo, y entre el trabajo
intelectual y el trabajo manual. El capitalismo extendió y profundizó
esta división desigual, dándole una forma aún más alienante, al separar a
los trabajadores de los medios de producción e imponer un régimen
laboral rígidamente jerárquico que no solo divide a los trabajadores en
función de las tareas que realizan, sino que fragmenta al propio
individuo. Esta profunda división del trabajo es la base sobre la que la
clase capitalista garantiza el orden social. Derrocar el régimen del
capital significa, ante todo, trascender el extrañamiento en el trabajo y
crear una sociedad profundamente igualitaria basada en la organización
colectiva del trabajo por parte de productores asociados.
La
crítica a la división del trabajo bajo el capitalismo no fue un elemento
menor para Morris, como tampoco lo fue para Marx. En una traducción
libre de la edición francesa de El Capital, Morris escribió:
“No es solo el trabajo el que se divide, subdivide y reparte entre
diversos hombres: es el hombre mismo el que se escinde, transformándose
en el resorte automático de una operación única y repetitiva”.[36]
Morris, que se lamentaba también de la “transformación del operario en
una máquina”, vio esto como la esencia de la crítica socialista (y
romántica) del proceso de trabajo capitalista.[37]
Estos temas volvieron a aparecer, una vez más, a finales del siglo XX, en la obra de Harry Braverman El trabajo y el capital monopolista: la degradación del trabajo en el siglo XX
(1974). Braverman documentó la forma en que el ascenso de la gestión
científica del trabajo bajo el capitalismo monopolista, implementada en
base a las aportaciones de Frederick Winslow Taylor en Los principios de la administración científica, había convertido la “subsunción formal del trabajo en el capital” en un proceso material real.[38]
La centralización del conocimiento y el control tecnocrático del
proceso de trabajo permitieron una enorme extensión de la división del
trabajo y, en consecuencia, mayores ganancias para el capital. Lo que
Braverman llamó la generalizada “degradación del trabajo bajo el
capitalismo monopolista” constituyó la base material de la creciente
alienación y pérdida de cualificación que se extendieron en el mundo
laboral para la gran mayoría de la población.
Sin embargo, la
evolución de la tecnología y de las capacidades humanas apuntaban hacia
nuevas posibilidades revolucionarias, que estaban más en sintonía con
Marx que con Smith. Como Braverman escribió:
“La
tecnología moderna, de hecho, tiene una poderosa tendencia a romper las
antiguas divisiones del trabajo, volviendo a unificar los procesos de
producción. [...] Los alfileres de Adam Smith, por ejemplo, ya no los
hace un trabajador que estira los alambres, otro que corta las medidas,
un tercero que da forma a las cabezas, un cuarto que las fija a los
alfileres, un quinto que afila la punta, un sexto que les da un baño de
estaño y los blanquea, el de más allá que los coloca en un papel, etc.
El proceso total se reunifica en un sola máquina, que transforma grandes
rollos de alambre en millones de alfileres, preparados en su papel y
listos para la venta. […] El proceso reunificado, en el cual la
ejecución de todos los pasos corresponde al mecanismo operativo de una
sola máquina, parece casar bien con un colectivo de productores
asociados, ninguno de los cuales debería dedicar toda su vida a una sola
función, siendo posible que todos ellos participaran en la ingeniería,
diseño, mejora, reparación y puesta en marcha de máquinas cada vez más
productivas. Tal sistema no implicaría pérdida de productividad y
representaría la reunificación de la fábrica en un cuerpo de
trabajadores muy superior a los antiguos artesanos. En definitiva: los
trabajadores pueden convertirse hoy en maestros de la tecnología que
manejan y controlar el proceso productivo desde el terreno de la
ingeniería, y pueden, además, distribuir entre ellos de manera
equitativa las diversas tareas relacionadas con esta forma de
producción, que se ha vuelto tan fácil y automática”.[39]
Para
Braverman, el desarrollo tanto de la tecnología como del conocimiento y
capacidades humanas, junto con la automatización, permiten una relación
más completa y creativa del trabajador con respecto al proceso de
trabajo, en contraste con la extrema división del trabajo que
caracteriza a un sistema capitalista basado únicamente en la acumulación
de beneficios. Esto abre nuevos horizontes para el trabajo no alienado y
el desarrollo de destrezas en el puesto de trabajo, recuperando, a un
nivel superior, lo que se ha perdido con la desaparición del trabajador
artesanal. Pero hacer de esta posibilidad una realidad efectiva requiere
un cambio social radical.
Un aspecto clave de la obra de
Braverman era la crítica al marxismo, en la forma en que este se había
desarrollado en la Unión Soviética, donde habían surgido entornos de
trabajo degradado similares a los del capitalismo, pero sin la coacción
del desempleo, lo que resultaba en problemas crónicos de productividad.
Lenin había abogado por la adaptación de algunos aspectos de la gestión
científica de Taylor en la industria soviética, alegando que combinaba
“la refinada brutalidad de la explotación burguesa y algunos de los
mayores logros científicos en su campo”. Los planificadores soviéticos
posteriores hicieron caso omiso de los elementos más críticos de la
propuesta de Lenin e implementaron un taylorismo puro, reproduciendo así
los métodos más crudos de la organización del trabajo capitalista.
En
la URSS y en la izquierda en general, la crítica de Marx (y Morris) al
proceso de trabajo capitalista fue en gran parte olvidada, y el
horizonte de progreso se vio reducido a mejoras relativamente menores en
las condiciones de trabajo, a un cierto grado de “control obrero” y a
la planificación centralizada de la economía. “Las similitudes entre las
prácticas soviéticas y las propias del capitalismo”, escribió
Braverman, “pueden conducir a la conclusión de que no hay otra manera de
organizar la industria moderna” ―una conclusión que, sin embargo, va en
contra del verdadero potencial contenido en la tecnología moderna para
el desarrollo de las capacidades y necesidades humanas―.[40]
Para Braverman, la alienación y la degradación del trabajo no son
inherentes a las relaciones de trabajo modernas, sino que son el
resultado de priorizar, por encima de cualquier otra cosa, el beneficio y
el crecimiento; una vía, esta, que al ser parcialmente imitada en la
Unión Soviética, socavó la inicial promesa de liberación contenida en la
revolución.
Un mundo de trabajo creativo
Lo
anterior sugiere que la esencia de una futura sociedad socialista
sostenible debe ubicarse en el proceso de trabajo ―dicho en términos de
Marx: debe girar en torno a la cuestión del metabolismo
naturaleza-sociedad―. Las visiones de un futuro postcapitalista que
giran en torno a la expansión del tiempo de ocio y la prosperidad
general, sin abordar la necesidad de un trabajo con sentido, están
destinadas a fracasar.
Sin embargo, hoy en día la mayoría de las
representaciones de una sociedad futura sostenible toman el trabajo y la
producción como dimensiones absolutamente determinadas por la economía y
la tecnología, o simplemente como realidades que irán siendo
desplazadas por la automatización. En consecuencia, la maximización del
ocio aparece como el objetivo más elevado de la sociedad, a menudo
acompañado de la garantía de algún tipo de renta básica.[41]
Esto se puede ver en los trabajos de teóricos como Serge Latouche o
André Gorz. El primero define el “decrecimiento”, del cual es un
destacado defensor, como una formación social “más allá de la sociedad
basada en el trabajo”. Despacha rápidamente los argumentos de aquella
izquierda que aboga por el desarrollo de una sociedad en la que el
trabajo asuma un papel más creativo, tildándolos de “propaganda
pro-trabajo”. Es partidario, en cambio, de una sociedad en la que “el
ocio y el juego tengan tanto valor como el trabajo”.[42]
Los primeros análisis ecosocialistas de Gorz adoptan una postura similar. En su libro Los caminos del paraíso (1983), subtitulado (en la traducción inglesa) Sobre la liberación del trabajo,
regresa a la noción aristocrática de Aristóteles, según la cual la vida
es más gratificante fuera del ámbito mundano del trabajo. Gorz prevé
una gran reducción del tiempo de trabajo ―“el fin de la sociedad del
trabajo”―, calculando que los empleados trabajarán solamente mil horas
al año, en el transcurso de veinte años de vida laboral. Esta reducción
del tiempo de trabajo formal planteada por Gorz, según él inevitable en
una sociedad futura, es la idea de una sociedad en la que todos somos
pequeño burgueses ―gracias a la “revolución microelectrónica” y a la
automatización―, como explicaremos enseguida.
Las relaciones de trabajo estándar, tal como se conciben en Los caminos del paraíso,
estarían dominadas por la automatización, y la reducción resultante de
las horas de trabajo permitiría compartir los trabajos más divertidos y
profesionales entre más personas. Sin embargo, todo esto ocupa un lugar
secundario: lo más importante es la promesa de un gran aumento del
tiempo libre, permitiendo a las personas participar en todo tipo de
actividades autónomas, concebidas como actividades de ocio individual y
de producción doméstica, y no en términos de trabajo asociado. El centro
de trabajo capitalista sigue organizándose en base a la administración
científica taylorista, mientras que las cuestiones más complejas
relacionadas con la automatización y la degradación del trabajo apenas
se examinan. La libertad es vista como no-trabajo, en la forma de puro
ocio, o como producción casera o informal. El punto de vista socialista
alternativo, que pone el foco en la transformación del trabajo mismo en
una sociedad futura, es descartado rotundamente como un dogma de “los
discípulos de la religión del trabajo”.[43]
Lo
relevante es darse cuenta de que este tipo de proyecciones acerca de la
sociedad capitalista avanzada, basadas en la automatización y la
robotización ―y que con frecuencia se consideran representativas de
tendencias teleológicas inevitables, provocando discusiones sobre “un
mundo sin trabajo”―, no concuerdan con una concepción de la economía y
la sociedad en estado estacionario, donde los seres humanos no serían
apéndices de las máquinas ni sus siervos.[44]
El fatalismo hoy dominante no está suficientemente cimentado en una
crítica de las contradicciones capitalistas contemporáneas. Es posible
afirmar, por ejemplo, y a diferencia de lo que suele suponerse, que en
la economía política actual la productividad no es demasiado baja, sino
demasiado alta. El mero desarrollo cuantitativo ―medido en términos de
crecimiento del PIB― ya no es el desafío clave si se quieren satisfacer
las necesidades sociales. En una sociedad más racional y próspera, como
argumentan Robert W. McChesney y John Nichols en People Get Ready, se enfatizarían los aspectos cualitativos de las condiciones de trabajo.[45]
Las relaciones laborales se verían como una base de igualdad y
sociabilidad, en lugar de desigualdad y asocialidad. Los empleos
repetitivos y poco cualificados serían reemplazados por formas de empleo
activo, que pudieran contribuir al desarrollo humano integral. La
tecnología, que constituye un valioso conjunto de conocimientos
históricamente acumulados, se utilizaría para la promoción del progreso
social sostenible, en lugar de para aumentar las ganancias y la
concentración de capital de unos pocos.
Los seres humanos no solo
necesitan un trabajo creativo en sus roles como individuos, sino que
también lo necesitan en sus roles sociales, ya que el trabajo es un
elemento constitutivo de la sociedad misma. Un mundo en el que la
mayoría de la gente se retira de las actividades laborales, como sucede
en la novela futurista de Kurt Vonnegut, La pianola, sería poco más que una distopía.[46]
El fin del trabajo, al que se aspira en muchas proyecciones de futuro,
solo podría conducir a una especie de alienación absoluta: supondría
alejarnos del núcleo de nuestra “actividad vital”, la que nos hace seres
humanos, agentes transformadores que interactúan con la naturaleza.
Abolir el trabajo constituiría una ruptura con nuestra existencia
objetiva en su forma más significativa, activa y creativa ―una ruptura
con la propia especie humana―.[47]
La
incapacidad de la que adolecen algunas visiones de una prosperidad
sostenible para entender todo el potencial del trabajo humano libremente
asociado socava, además, las (a menudo valientes) críticas al
crecimiento económico que caracterizan al ecologismo radical actual. La
desgraciada consecuencia es que muchos de los argumentos a favor de una
sociedad próspera sin crecimiento tienen más en común con Bellamy que
con Morris (o con Marx), ya que se centran casi exclusivamente en la
expansión del ocio como no trabajo, mientras que minimizan las
posibilidades productivas y creativas de la especie humana. En verdad,
es imposible imaginar un futuro viable que no se centre en la
metamorfosis del trabajo en sí mismo. Para Morris, como hemos visto, el
arte y la ciencia son los dos ámbitos “inagotables” de la creatividad
humana, en los que todas las personas podrían participar activamente en
un contexto de trabajo humano asociado.
En una sociedad socialista
futura, caracterizada por una prosperidad sostenible, que reconociera
los límites materiales de la Tierra como su principio esencial ―de
acuerdo con la máxima de Epicuro, según la cual “la riqueza, sin
límites, es una gran pobreza”―, sería crucial concebir nuevas relaciones
de trabajo, social y ecológicamente reproductivas.[48]
La idea heredada de que la maximización del ocio, el lujo y el consumo
es el objetivo principal del progreso humano, y de que la gente se
negará a producir si no está sujeta a la coacción o impulsada por la
codicia, pierde gran parte de su fuerza a la luz de las contradicciones
cada vez más profundas de nuestra sociedad sobre-productora y
excesivamente consumista. Esta visión hegemónica va en contra de
nuestros conocimientos antropológicos con respecto a muchas culturas
precapitalistas y está lejos de constituir una concepción realista de la
naturaleza humana, que tenga en cuenta la evolución histórica de los
seres humanos en tanto que animales sociales. La motivación de cada uno
para crear y contribuir a la reproducción social de la humanidad, junto
con las normas superiores resultantes del trabajo colectivo,
proporcionan estímulos poderosos para continuar el libre desarrollo
humano. La crisis universal de nuestro tiempo necesita una época de
cambio revolucionario intransigente; uno destinado a aprovechar la
energía humana para el trabajo creativo y socialmente productivo en un
mundo ecológicamente sostenible y sustantivamente igualitario. Al final,
no hay otra manera de concebir una prosperidad verdaderamente
sostenible.
Fuente:Sin permiso
[1] Este ensayo está dedicado a Harry Magdoff, y encontró inspiración en su artículo “The Meaning of Work: A Marxist Perspective”, Monthly Review, vol. 34, nº 5 (octubre de 1982), pp. 1-15.
[2]
Para un libro importante sobre sostenibilidad ecológico-económica que,
sin embargo, dedica solo una pequeña parte de su análisis al asunto del
trabajo, véase Tim Jackson, Prosperity without Growth, Londres: Earthscan, 2011.
[3] Véase André Gorz, Paths to Paradise, Londres: Pluto, 1985; Serge Latouche, Farewell to Growth,
Cambridge: Polity, 2009. Los primeros pensadores ecosocialistas, como
Gorz, intentaron combinar el análisis verde y la teoría socialista, y lo
primero a menudo prevaleció sobre lo segundo. En contraste, los
ecosocialistas de la segunda etapa, o marxistas ecológicos, han buscado
como punto de partida para sus análisis los fundamentos ecológicos
subyacentes al materialismo histórico clásico. Sobre esta distinción,
véase John Bellamy Foster y Paul Burkett, Marx and the Earth, Boston: Brill, 2016, pp. 1-11.
[4] Adriano Tilgher, Homo Faber, Chicago: Regnery, 1958, pp. 3-10; Aristóteles, The Politics, Oxford: Oxford University Press, 1958.
[5] Adam Smith, The Wealth of Nations, Nueva York: Modern Library, 1937, pp. 30-33.
[6] Autor anónimo citado en Paul Lafargue, “The Right to Be Lazy” (1883), capítulo 2; Karl Marx, Capital, vol. 1, Londres: Penguin, 1976, pp. 685, 789 y 897.
[7] David A. Spencer, The Political Economy of Work, Londres: Routledge, 2009, p. 70.
[8] Steffen Rätzel, “Revisiting the Neoclassical Theory of Labor Supply – Disutility of Labor, Working Hours, and Happiness”, Otto von Guericke University Magdeburg, nº 5, p. 2.
[9]
En el estudio citado anteriormente, Rätzel demuestra que, incluso en
las condiciones actuales, el trabajo no es simplemente una desutilidad,
sino una base para la felicidad humana. Parece claro que esto sería aún
más cierto en entornos de trabajo no alienado.
[10] Benjamin Farrington, Head and Hand in Ancient Greece, Londres: Watts, 1947, pp. 1-9 y 28-29. Véase también Ellen Meiksins Wood, Peasant-Citizen and Slave, Londres: Verso, 1998, pp. 134-45.
[11] Véase Foster y Burkett, Marx and the Earth,
p. 65. Las opiniones de la sociedad griega sobre el trabajo se vieron
profundamente afectadas por la existencia de la esclavitud. Sin embargo,
esto tuvo un mayor impacto en la aristocracia, que dependía en gran
medida del trabajo esclavo, que en el demos, el conjunto de
ciudadanos pobres a quienes su trabajo como artesanos o campesinos les
proporcionaba el sustento necesario para ser políticamente libres. Estas
distinciones de clase dentro de la polis tuvieron su reflejo
en la esfera de las ideas, donde es posible diferenciar entre puntos de
vista idealistas y materialistas. Véase Ellen Meiksins Wood y Neal Wood,
Class Ideology and Ancient Political Theory, Oxford: Oxford University Press, 1978.
[12] Karl Marx, Grundrissse, Londres: Penguin, 1973, pp. 611-12. Marx se estaba refiriendo aquí al mismo pasaje de Smith citado anteriormente.
[13] Karl Marx, Early Writings, London: Penguin, 1974, pp. 322-34.
[14] Joseph Fracchia, “Organisms and Objectifications: A Historical-Materialist Inquiry into the ‘Human and Animal’”, Monthly Review, vol. 68, nº 10 (marzo de 2017), pp. 1-16.
[15] Erich Fromm, “Introduction”, en Edward Bellamy, Looking Backward, Nueva York: New American Library, 1960, p. v. El primer volumen de El Capital no se tradujo al inglés hasta 1886, por lo que en 1935 podía considerarse todavía una obra del medio siglo anterior.
[16] Bellamy, Looking Backward; Magdoff, “The Meaning of Work,” pp. 1-2.
[17] E. P. Thompson, William Morris, Romantic to Revolutionary, Nueva York: Pantheon, 1976, p. 792. Para un excelente estudio sobre la concepción del trabajo en Morris, véase Phil Katz, Thinking Hands: The Power of Labour in William Morris, Londres: Heatherington, 2005.
[18] William Morris, News from Nowhere, Oxford: Oxford University Press, p. 79; William Morris y Ernest Belfort Bax, Socialism: Its Growth and Outcome, Londres: Sonnenschein, 1893, p. 215; Jonathan Beecher, Charles Fourier, Berkeley: University of California Press, 1986, pp. 274-96.
[19] Thompson, William Morris, pp. 35-37; John Ruskin, The Stones of Venice, vol. 2, Nueva York: Collier, 1900, pp. 163-65.
[20] William Morris, Collected Works, vol. 23, Nueva York: Longmans, Green, 1910, p. 173; News from Nowhere and Selected Writings and Designs, Londres: Penguin, 1962, pp. 140-43; Signs of Change, Londres: Longmans, Green, 1896, p. 119.
[21] May Morris (ed.), William Morris: Artist, Writer, Socialist, vol. 2, Cambridge: Cambridge University Press, 1936, pp. 478-79; William Morris, Signs of Change, p. 17.
[22] Mark Strauss, “Ten Inventions that Inadvertently Transformed Warfare”, Smithsonian, 18 de septiembre, 2010; John Bellamy Foster, Hannah Holleman y Robert W. McChesney, “The U.S. Imperial Triangle and Military Spending”, Monthly Review, vol. 60, nº 5 (octubre de 2008), pp. 1-19.
[23] Fred Magdoff y John Bellamy Foster, What Every Environmentalist Needs to Know about Capitalism, Nueva York: Monthly Review Press, 2011, pp. 46-53.
[24]
Sobre el análisis de Marx acerca de la adulteración de los alimentos en
la Inglaterra del siglo XIX, que sin duda influyó en Morris, véase John
Bellamy Foster, “Marx as a Food Theorist”, Monthly Review, vol. 68, nº 7 (diciembre de 2016), pp. 2-8.
[25]
La crítica al despilfarro económico y ecológico y su abordaje teórico,
en términos de reproducción social, han sido durante mucho tiempo
centrales para la economía política marxista, incluidos los conceptos de
“valor de uso capitalista” y “valor de uso negativo”. Véase, por
ejemplo, Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, Monopoly Capital, Nueva York: Monthly Review Press, 1966; Michael Kidron, Capitalism and Theory Londres: Pluto, 1974; John Bellamy Foster, “The Ecology of Marxian Political Economy”, Monthly Review,
vol. 63, nº 4 (septiembre de 2011), pp. 1-16. Estos análisis estudian y
critican el desperdicio no en términos éticos, sino desde un punto de
vista económico y ecológico, tomando como criterio la reproducción
social. El desarrollo de armas nucleares, por ejemplo, es un callejón
sin salida desde esta perspectiva, porque no contribuye, en modo alguno,
a la reproducción social.
[26] Morris, Signs of Change, pp. 148-49.
[27] Marx, Capital, vol. 1, p. 799; William Morris, “Art and its Producers,” en Art and its Producers and the Arts and Crafts of to-Day, Londres: Longmans, 1901, pp. 9-10.
[28] Morris, “Art and its Producers”, pp. 9-10.
[29] William Morris, Escritos Políticos, Bristol: Thoemmes 1994, pp. 419-25.
[30]
Las fechas proporcionadas en el texto dejan algunas cuestiones
abiertas. Morris cambió algunas de las fechas que aparecían en la
versión original por entregas publicada en Commonweal,
retrasando ciertos eventos a fechas posteriores. El puente mencionado en
el capítulo 2, por ejemplo, se construyó en 1971 en la versión del Commonweal,
mientras que en el libro data de 2003. Tomando las fechas de la edición
de 1891, el Gran Cambio ocurre durante los primeros años de la década
de 1950. La guerra civil comienza en 1952, y parece haber terminado en
el momento de la “limpieza de casas”, en 1955. A William Guest se le
informa al principio del texto de que el puente construido en 2003 “no
es muy antiguo” en términos históricos. Después, Hammond dice que la
nueva época tiene unos 150 años de duración, lo que presumiblemente
ubicaría la novela en los primeros años después de 2100. Una referencia
más indirecta a “doscientos años atrás” parecería referirse al tiempo
transcurrido desde finales del siglo XIX o principios del siglo XX.
Morris, News from Nowhere, pp. 8, 14, 46, 69, 94 y 184.
[31] Morris, News from Nowhere, 40, 78-85, 140 y 153-55.
[32] Luc Boltanski y Éve Chiapello, The New Spirit of Capitalism,
Londres: Verso, 2005, pp. 38, 466-67 y 535-36. Sobre las
contradicciones históricas del pensamiento fordista y postfordista,
véase John Bellamy Foster, “The Fetish of Fordism”, Monthly Review, vol. 39, nº 10 (marzo de 1988), pp. 1-13.
[33] Morris, News from Nowhere,
pp. 148-51. La intención feminista de Morris es evidente, además, en el
propio nombre de Philippa, un claro homenaje a su contemporánea
Philippa Fawcett, una matemática de una inteligencia excepcional,
defensora de los derechos de las mujeres, a quien Morris admiraba mucho.
William Morris, We Met Morris: Interviews with William Morris, 1895-96,
Reading: Spire, 2005, pp. 93-95. En tanto que obra literaria compleja,
con pretensiones realistas, la novela utópica de Morris representa una
sociedad que ha experimentado un gran cambio y que aún está cambiando.
La dimensión imaginativa de la obra se complementa con la mimética,
reflejando no solo la prehistoria capitalista, sino también el
presumible pasado, presente y potencial futuro de la nueva sociedad.
Esto se ve especialmente claro en la forma que tiene Morris de tratar
las cuestiones de género.
[34] Morris, News from Nowhere, p. 154; Marx, Capital, vol. 3, Londres: Penguin, 1981, p. 911.
[35] Véase Morris, News from Nowhere, p. 59; John Bruce Glasier, William Morris and the Early Days of the Socialist Movement, Londres: Longmans, Green, 1921, pp. 76, 81-82.
[36] Thompson, William Morris, pp. 37-38; Marx, Capital, vol. 1, p. 481.
[37] Ruskin, The Stones of Venice, vol. 2, p. 163; Thompson, William Morris, pp. 37-38.
[38] Harry Braverman, Labor and Monopoly Capital, Nueva York: Monthly Review Press, 1998.
[39] Braverman, Labor and Monopoly Capital, p. 320.
[40] Braverman, Labor and Monopoly Capital,
pp. 8-11. A partir de la década de 1930, la psicología de las
relaciones humanas se introdujo en la gestión de la empresa,
supuestamente para hacer que el trabajo fuera más placentero y menos
alienante, aunque en realidad no se introdujo ningún cambio
significativo que pudiese contrarrestar la degradación objetiva que
sufrió el trabajo. Braverman aborda esto en un capítulo titulado “The
Habituation of the Worker to the Capitalist Mode of Production”.
[41]
Aunque también hay algunas visiones progresistas del futuro que no caen
en el determinismo tecnológico y otorgan un papel central a la agencia
humana. Véanse, por ejemplo, los argumentos de Paul Mason, Postcapitalism, Londres: Penguin, 2015.
[42] Latouche, Farewell to Growth, pp. 81-88.
[43] Gorz, Paths to Paradise, pp. 29-40, 53, 67 y 117; Herbert Applebaum, The Concept of Work,
Albany: State University of New York Press, 1992, pp. 561-65. Se podría
argumentar que el análisis del trabajo que hace Gorz en su posterior Capitalism, Socialism, Ecology
es más matizado. Pero en esta obra Gorz sigue dando por buena la idea
de que, según la concepción clásica, el trabajo es “dolor, irritación y
fatiga”. La idea del trabajo como un proceso creativo sería, de acuerdo
con esto, una invención del movimiento obrero en el siglo XIX. Gorz
afirma, por ejemplo: “La ideología del trabajo, según la cual ‘el
trabajo es la vida’, y que exige tomárselo en serio y tratarlo como a
una vocación ―junto con la concomitante utopía de una sociedad gobernada
por los productores asociados [la concepción de Marx]―, favorece los
intereses de los empresarios, consolida las relaciones capitalistas de
producción y dominación, y legitima los privilegios de una élite
laboral”, Capitalism, Socialism, Ecology, Londres: Verso, 1994, pp. 53 y 56.
[44] Derek Thompson, “A World Without Work”, Atlantic, julio-agosto de 2015.
[45] Robert W. McChesney y John Nichols, People Get Ready, Nueva York: Nation, 2016, pp. 96-114.
[46] Kurt Vonnegut, Jr., Player Piano, Nueva York: Simon and Schuster, 1952.
[47] Marx, Early Writings, pp. 327-29.
[48] Brad Inwood y L. P. Gerson (eds.), The Epicurus Reader, Indianapolis: Hackett, 1994, p. 37.
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